lunes, 6 de enero de 2014

Mis patines


 


Mis patines, color rosa y blanco, han sido una de las más grandes pasiones de mi vida. Me los regalaron un 6 de enero cuando tenía ocho años. Ese día abrí la caja delicadamente, como en cámara lenta, como cuando uno desea que ese momento quede grabado para siempre: olor a fresas sintético, ruedas que se deslizaban con sólo tocarlas y estrellitas grabadas sobre el plástico.

Los primeros que tuve habían costado $20.00 pesos un año antes. Eran muy viejos. Mi papá los había adquirido en un tianguis. Me prohibió tajantemente salir a la calle. Sólo podía practicar dentro de la casa en la distancia que va de un mueble a otro. El gusto se terminó cuando se rompieron…

En cambio, con mis patines rosas me volví toda una experta. Durante cinco años o más no comía, y no iba al baño, si no los traía puestos. Mi vida quedó trastocada. Los usaba más de ocho horas al día. No había nadie, por lo menos en un kilómetro a la redonda, que me ganara. Se me hizo una obsesión, una forma de vida.

No sólo era el gusto de tenerlos y lo que me despertaban. Me propuse ser la mejor patinadora del mundo. Mis vecinos por esos años también adquirieron unos y nos poníamos a jugar, a dar piruetas, brincar topes, bajar escalones a toda velocidad; nuestra predilección eran las grandes bajadas.

Un día los sentí apretados. Ya no me quedaban. El freno del patín derecho estaba completamente desgastado. Había entrado a la secundaria, y me interesaban otras cosas. Nunca los olvidaré. No sólo están en mi memoria. Cada vez que abro mi clóset saltan a la vista, como el recordatorio de algo que quedó pendiente y el anhelo de tiempos que ya no volverán.